AQUELLOS MARAVILLOSOS AÑOS: Socorrista … a güey of laif

AQUELLOS MARAVILLOSOS AÑOS

Socorrista: a güey of laif

Foto y Texto: Javi Amezaga (Publicado en 360, número 172)

 Playa Salvaje 79

Desde que estoy en la organización del campeonato de olas grandes de Punta Galea, confieso que una de las cosas que más me sorprenden de todo el complicado entramado organizativo, es el protocolo de actuación de seguridad. El profesionalismo con el que se trata cada detalle del funcionamiento entre los equipos de la Cruz Roja del Mar y los pilotos de las motos de rescate, me tiene flipado. Y lo mismo tengo que decir de la disciplina y protocolos de actuación de los socorristas de las playas en verano y de los maravillosos equipos de rescate (quads, jetskis, zodiacs,…) de los que disponen.

En el verano del 77 entré de socorrista en la playa de Sopelana, y continué en La Salvaje hasta el año 82, unos tiempos en los que ser socorrista era una auténtica “güey of laif”. Han pasado más de 30 años desde entonces, por lo que supongo que mis delitos ya habrán prescrito. Hacíamos y deshacíamos a nuestra voluntad, nos organizábamos como nos daba la gana, y con tal de que no hubiese ahogados, los responsables de la Federación y de la Caja de Ahorros (por entonces sponsor) nos dejaban en paz. A diferencia de hoy, por entonces mucha gente no sabía nadar –los escolares no asistían a cursos de natación- y apenas había surfistas en el agua. Nuestro equipo era escaso: aletas, nuestras propias tablas de surf y poco más, pero todos éramos nadadores y surfistas, conocíamos bien las corrientes de nuestra playa y estábamos siempre alerta. Creo recordar que solo se ahogaron en mi playa dos personas durante aquellos seis veranos. El número de rescates por verano en los que teníamos que intervenir era enorme, pero fue disminuyendo gradualmente conforme aumentaba el de surfistas en el agua.

Pero en todo lo demás, nuestra actuación era caótica. Recuerdo un día en la uni, que me paró la mujer de uno de mis profesores  –“Tú eras socorrista en la Salvaje , ¿verdad?” –el tono con el que pronunció aquel “verdad?” me puso en alerta. –“Sí.” –le contesté escuetamente. –“Un día, hace un par de veranos, fui al puesto de socorro porque me había picado un salvario y me echaste Reflex. Aunque soy enfermera, no me atreví a decir nada, pero estuve pensando en poner una denuncia.” –“Eh… bueno, sí,… me voy que entro en clase ahora mismo…”

El aspecto del puesto de socorro era peculiar. Junto a la entrada de la roulotte, dos sillas de cervecera hacían las veces de caballetes sobre los que reparábamos nuestras tablas de surf, el poliéster que chorreaba catalizaba sobre la arena justo debajo. El interior era un desastre. Como solíamos dormir allí, era un totum revolutum de vendas, esparadrapos, botes de poliéster, botellas de licor… Un día pedí a los del reparto que además del surtido clásico de tiritas, etc., me trajesen unas tijeras porque nos las habían robado hacía ya un par de semanas. Cuando vinieron a traer el material, les acompañaba el típico responsable de zona que flipó al ver el estado del botiquín (llegaron sin avisar y no tuvimos tiempo de adecentarlo). Se puso a remover un montoncito que había en una esquina con lijas semiusadas y pedazos de tela de fibra de vidrio, y allí aparecieron las tijeras -“¡Qué bueno, tío, las has encontrado!”. A él no parecía hacerle mucha gracia el hallazgo –“Si de mí dependiera, ibais todos a la puta calle ahora mismo!”.  Pero no dependía de él. Los veraneantes de la urbanización nos tenían gran estima, lo mismo que los responsables de la Caja de Ahorros, que con tal de que no tuviésemos ahogados que apareciesen en el periódico estaban dispuestos a hacer la vista gorda en lo demás. Los días de mar plana colocábamos la bandera verde, decorada con unos lunares de colores; y en cuanto acababa el horario oficial de socorrismo, izábamos una bandera roja decorada con una media luna y una estrella confeccionadas con esparadrapo. Era la bandera del “Emirato Independiente de La Salvaje”. Entonces me subía sobre el techo de la roulotte y megáfono en mano leía uno de los versos sagrados del Ayatollah Jomeini, sacados de un libro que algún chiflado me había regalado. Siempre algún verso relacionado con el papel de sometimiento que la mujer debe profesar al hombre y que era celebrado por el cada vez más numeroso grupo de seguidores que se reunían alrededor del puesto a esa hora.

Sobre el techo de la roulotte había una trampilla de ventilación. Solíamos colocar la silla para hacer las curas justo debajo de la trampilla, de forma que desde arriba siempre había algún gracioso que se dedicaba a hacer putadas a las chavalas que venían a curarse, como echarles agua o darles un susto o cosas así. Un día estaba vendando el pie a un extranjero de color (era negro, vamos) que se había hecho un tajo en el tobillo, cuando desde la trampilla a uno de mis amigos se le ocurrió estirar el brazo y acariciarle el cogote. El tipo en cuestión se pegó tal susto que salió de allí corriendo, con la venda colgando. Debió de pensar que éramos una banda de racistas o algo así… vamos, que no servíamos como ejemplo de promoción turística.

Unos 50 metros detrás del puesto de socorro, junto a la base de las escaleras, estaba el chiringuito del Gallego. Un tipo taciturno, de carácter irascible, que solía estar siempre borracho a partir de las cinco de la tarde. En realidad el negocio lo llevaban entre su mujer y sus hijos. Tortilla de patatas y porrón de cerveza con gaseosa, los grandes inventos de la civilización occidental y la base de nuestra alimentación durante el verano. Como el tío tenía tan mala ostia, había un grupito de chavales que se dedicaban a hacerle la vida imposible. No voy a decir nombres, pero… bueno, sí voy a decir nombres, como Juanito Garate, Jorge Imbert y otros más, solían ponerse al borde del acantilado a última hora de la tarde y se dedicaban a tirar piedras sobre el tejado de chapa del chiringuito. Entonces aparecía el Gallego con la escopeta, profiriendo insultos y palabrotas y ¡BOUMM!! un tiro de escopeta hacia el acantilado. Hoy puede sonar a disparatado, pero entonces resultaba incluso divertido.

Nosotros recibíamos una toma de agua cedida por el Ayuntamiento que llegaba hasta la roulotte a través de un tubo que pasaba por el chiringuito del Gallego. Como por entonces no había duchas en la playa, desconectábamos el tubo del grifo y lo sacábamos por la puerta para ducharnos. El Gallego se quejaba continuamente porque perdía presión de agua para su máquina de café. Un día por la mañana alguien se estaba duchando junto al puesto cuando vimos al Gallego que se dirigía hacia nosotros dando tumbos escopeta en mano… ¡MAYDAY, MAYDAY! salimos todos a la carrera abandonando el puesto de socorro y dejando a su suerte a una señora a la que estábamos curando una picadura de salvario (en este caso con amoníaco y Caladryl).

El puesto era un punto de reunión de lo más variopinto, aparecía gente de lo más extraña, también algunos niños de la urbanización se quedaban jugando por allí mientras sus madres tomaban el sol. Un día apareció un chaval escuálido que por lo visto estaba pasando el verano en la casa de unos parientes en la urba. El chaval, al que pondríamos el nombre de “Pechotoro”, se puso a cantarnos canciones de Camilo Sesto y nos dejó impresionados. Decidimos adoptarle inmediatamente. Tenía una enfermedad degenerativa y necesitaba estar en continuo movimiento, así que en pocos días se hizo con el mando de la roulotte, era el encargado de limpiarla, lo cual nos venía muy bien, la barría continuamente y no nos permitía entrar a nadie hasta que no la hubiese dejado impecable. Tampoco nos permitía entrar con los pies sucios ni con arena. Por fin conseguíamos un nivel aceptable de higiene. Por las tardes le dejábamos el megáfono y se entregaba a Camilo Sesto… “Has vueltoooo Melindaaaaa… !!”. En líneas generales ésta era la onda que se respiraba en un puesto de socorro, seguro que bastante diferente de lo que es ahora.

Un sábado por la tarde de este verano fui a la playa de Sopelana con mi mujer. Los fines de semana me gusta surfear a primera hora de la mañana y volver a casa a desayunar, no me gustan las aglomeraciones. Pero mi mujer quería andar en bici y darse un chapuzón, así que fuimos. La escena era dantesca. Pleamar. Un millón de personas se apilaban en una estrecha franja de arena en la que era imposible encontrar un hueco donde colocar una toalla. En el agua la situación era aún peor. Bandera roja. Los socorristas habían delimitado para el baño una estrecha zona de unos 20 metros donde se agolpaban todos los bañistas, y al que se salía un metro de la zona balizada le caía una bronca monumental. En el resto de la playa estaba prohibido el baño salvo para los surfistas. Me adelanté y entré al agua para tantear la situación. Me llamó la atención el barullo dominado por lenguas del este de Europa, árabe, y español latinoamericano. Llegó el primer espumón y con él cayeron sobre mí un montón de kamikazes, imposible de esquivar. Codazos, rodillazos, cabezazos, recibí de todo.  Por señas le dije a mi mujer que no se acercase. Salí del agua y urdí un plan. –“Vamos hasta las rocas de la izquierda, en marea alta el fondo es de arena y nos damos un chapuzón rápido allí, solos. Con el sol en contra los socorristas no nos ven desde aquí, y si nos ven, para cuando lleguen ya hemos salido del agua y nos mezclamos entre la multitud en la orilla.” Cualquier cosa con tal de no recibir una de aquellas broncas. Dicho y hecho. Nos dimos un chapuzón refrescante y enseguida salimos del agua (no había nada de corriente). A lo lejos vi que un socorrista venía en nuestra dirección. No es posible que el tío nos haya visto y venga a llamarnos la atención –pensé-. Nos mezclamos entre la muchedumbre que paseaba por la playa, pero el socorrista nos tenía identificados y paró delante nuestro. Educadamente me soltó un –“Perdona, ¿hablas español?” que me dejó descolocado (enseguida lo asocié a la cantidad de inmigrantes que había visto en el agua). –“Bueno, lo suficiente como para entenderte, creo.”  Seguidamente el tío me soltó un rollo memorizado sobre los peligros del oleaje, de las corrientes y de la importancia de respetar las señalizaciones de seguridad, y de la misma se fue. Todo muy educadamente, tengo que decirlo. Desde luego los tiempos han cambiado. Al salir de la playa otro socorrista llegaba a bordo de un quad todoterreno que dejó aparcado junto a un par de jetskis. “¿Qué hubiese sido de nosotros si nos hubiesen dejado todos esos chismes a nuestra disposición?” – pensé-. Mejor no saberlo.

 

LADILLO:

-Junto a la entrada del puesto de socorro, dos sillas de cervecera hacían las veces de caballetes sobre los que reparábamos nuestras tablas de surf, el poliéster que chorreaba catalizaba sobre la arena, justo debajo.

2 comentarios en «AQUELLOS MARAVILLOSOS AÑOS: Socorrista … a güey of laif»

  1. Viva el Emirato Independiente de LA SALVAJE y el AYATOLA JAVI!!!!!!!!!!!!
    Jose o Potter como queraís

  2. Yo tambien recuerdo el puesto de los «socos» y el bar del gallego y cómo se ponía a pegar tiros. Una de las veces estaba yo en el borde del acantilado viendo como la liaban Jorge y Juanito y recuerdo el ruido de los perdigones pasandonos cerca ¡menudo cafre!

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